El realismo cristiano de Guardini
Massimo Borghesi
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Recientemente se conoció la noticia de que la arquidiócesis de Munich y Freising ha abierto la causa de beatificación de Romano Guardini. La apertura oficial del proceso debería hacerla en el término de un año el cardenal Reinhard Marx. Constituye un evento muy especial, porque en cierta forma sella la continuidad ideal que une, con la evidente diversidad de estilos, al Papa Benedicto y al Papa Francisco. En efecto, Guardini fue el pensador ítalo alemán que marcó la formación intelectual y espiritual tanto de Ratzinger como de Bergoglio. Jorge Mario Bergoglio estuvo varios meses en Alemania en 1986, en la Facultad de Filosofía y Teología Sankt Georgen de Frankfurt, con el propósito de escribir una tesis doctoral sobre Guardini. Posteriormente debió abandonar el proyecto, pero no tanto como para olvidarlo. Bergoglio volvió después en varias ocasiones sobre su trabajo, sobre la idea guardiniana de la vida como oposición polar que encontramos en el centro de algunos pasajes fundamentales de la Evangelii Gaudium. La admiración y el aprecio que el pontífice actual nutrió siempre por el testimonio cristiano y el pensamiento de Guardini sin duda no son extraños a la decisión de comenzar el proceso de beatificación. Un regalo de Francisco -quizás el más grande- a su predecesor.
¿Cuál es entonces, desde el punto de vista cristiano, el elemento de fondo del pensamiento guardiniano, el más actual, que explica el hilo rojo que une a Ratzinger con Bergoglio? La historicidad de la fe entendida como resultado del "encuentro con la realidad", con la carne de Dios en la carne del mundo.
Guardini nació en Verona el 17 de febrero de 1885 y su familia se trasladó a Alemania un año después. Aquí se ordenó sacerdote en 1910 y en 1924 fue nombrado profesor de Filosofía de la Religión y Visión del Mundo Católico en la Universidad de Berlín, cátedra que fue suspendida por el régimen nacional socialista en 1939. En la posguerra volvió a la enseñanza en la Universidad de Tubingen y posteriormente en Munich, donde falleció el 1 de octubre de 1968. En el contexto del pensamiento cristiano Guardini se consideraba alguien que "camina solitario" (einzeganger), un outsider que escapaba de los esquemas comunes. En él, el elemento dominante era una atención y una pasión por la realidad, por una mirada plena sobre el ser. Los esquemas y los conceptos venían después; debían ayudar a abrir un resquicio de luz en el mundo, no a doblegarlo violentamente al propio arbitrio. Si la realidad era comprendida y mantenida en su concreción, la revelación cristiana podía también manifestarse en todo su espesor. Así como, a la inversa, solo cuando el cristianismo es real, el mundo puede ser acogido en su totalidad, sin censurar nada. Dice en su diario: "En el cristiano lo que decide todo, absolutamente todo, pensamiento, acción, ser, es que la realidad de Dios se perciba, que esté en la existencia como lo real, en última instancia como lo único real. Todo lo demás viene determinado por esto; y por lo tanto o está vivo o es solo algo pensado, o mejor, hablado".
En un ensayo de 1935, "Realismo cristiano", Guardini captaba con extraordinaria eficacia esta perspectiva. Allí contraponía dos "vías" hacia Dios. La primera absolutiza el sentido religioso constitutivo de toda persona y descuida el mundo, entendido como lo efímero carente de valor, y procede desde la interioridad del espíritu hacia el Absoluto, hacia lo divino. Es el camino de las grandes religiones, de la filosofía, de la mística. El camino de Oriente y de Buda. Es la vía del idealismo, oriental y occidental. Frente a ésta, hay otra vía, la realista que se describe en el Evangelio, una vía que puede parecer más fatigosa porque implica no solo fidelidad al cielo sino también a la tierra. "Allá, amplitud filosófica, grandeza ascética de intentos, profundidad mística; aquí la opresión de lo cotidiano y las accidentalidades de lo que efectivamente va ocurriendo". La modalidad que Cristo señala para la relación del hombre con Dios elimina la posibilidad de un "ascenso directo a Dios, filosófico, ascético o místico". No existe una "vía directa" de acceso a Dios. Aquí se afirma una "ineludible ley de mediación": el hombre "llega a Dios vivo y verdadero no directamente sino solo por medio de Cristo". El hombre, nota Guardini, no ve a Dios, pero este no ver "no significa solo la insensibilidad corpórea. Dios también es 'invisible' para nuestro espíritu, para nuestro corazón. No se puede captar a Dios por vía directa, porque Él está escondido". Solo cuando Él se manifiesta, "solo cuando Él muestra su rostro en la Revelación", resulta evidente quién es Dios. E incluso con Cristo no se nos ha concedido ir directamente a Él. Dios no lo quiere así porque "no quiere que se prescinda de su mundo". En el cristianismo "el hombre es la vía de acceso a Dios para el hombre, las personas que le son destinadas. ¿Y cómo se convierten en un camino para él? Cuando está dispuesto y disponible para tomarlas tal como son: en la amistad, en el matrimonio, en el trabajo, en la responsabilidad, en los encuentros de la vida". En Él, el "encuentro es la Providencia y contiene la destinación".
Guardini insiste en esta necesidad de pasar a través de la realidad -personas, cosas, destino- como conditio sine qua non para llegar a Dios. Insiste hasta el punto de decir que si "una persona se introdujera sola en las palabras de las Escrituras y aplicara a ello todas sus energías, pero descuidara al hombre, que le ha sido asignado por el destino, por el deber, por la profesión como prójimo, no comprendería la autorrevelación de Dios. El hombre no puede eludir la realidad e ir directa y privadamente a Dios, sino que debe recorrer la vía que pasa por la realidad de la creación. Éste es el realismo cristiano". Éste está determinado por la "ley de la encarnación según la cual el Dios invisible e ignoto no se nos manifiesta en el abismo de nuestra alma, como exige la mística absoluta; tampoco a través de la suprema elevación del pensamiento, como quieren los filósofos; tampoco en el esfuerzo de la aspiración moral y de separación del mundo, como afirma la ascesis autónoma, sino en el rostro del hombre y en la palabra de Cristo". Y ésta es una ley fundamental. "La palabra reveladora de Cristo sólo resulta clara cuando yo acepto al prójimo, y la cosa y el destino. La existencia cristiana no es algo absoluto, en sentido filosófico, algo místicamente lejano, algo ascético en términos sistemáticos, sino algo histórico. Como tal, está fundada en la encarnación, en esa constricción, en esa vinculación con la cotidianeidad que, proviniendo de la filosofía y de la mística absoluta, creíamos percibir en el Nuevo Testamento. Es precisamente la expresión de aquello que importa".
EL PODER COMO OBEDIENCIA
El hecho de que el hombre tenga un poder y en su ejercicio experimente especial satisfacción no constituye un aspecto excepcional de la existencia, pero está o al menos puede estar vinculado con sus actividades o con sus condiciones habituales, incluso aquellas que a primera vista no parecen tener relación alguna con el carácter del poder.
Evidentemente, todo acto del proceder o del hacer, del poseer o del gozar genera una conciencia inmediata de disponer de un poder. Se puede decir lo mismo de todos los actos vitales. Toda actividad en la cual se explique la inmediatez vital es ejercicio del poder y como tal es advertida... Podría decirse algo análogo del ejercicio del conocer. En sí mismo significa la capacidad de penetrar con la mirada y el intelecto en aquello que es; pero quien conoce experimenta la fuerza que del conocer obtiene. Siente el
"tomar conciencia de la verdad" y esto puede transformarse en un sentir "ser dueño de la verdad". (...)
A IMAGEN DE DIOS
Para un conocimiento más profundo del poder, es importante lo que dice la Revelación sobre su naturaleza. Encontramos los supuestos básicos del mismo ya al comienzo del Nuevo Testamento, donde se habla de lo esencial del destino del hombre. Después del relato de la creación del mundo, se lee en el primer capítulo del Génesis:
Dijo Dios: "Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra; que mande en los peces del mar y en las aves del cielo, en las bestias y en todas las alimañas terrestres, y en todos los reptiles que reptan por la tierra". Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios lo creó, macho y hembra los creó. Después los bendijo Dios con estas palabras: "Sed fecundos y multiplicaos, henchid la tierra y sometedla; mandad en los peces del mar y en las aves del cielo y en todo animal que repta sobre la tierra" (Gn 1, 26-28).
Y en la segunda narración de la creación se lee:
Entonces Yahvé Dios formó al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente (Gn 2, 7).
Para empezar, entonces, se dice que la naturaleza del hombre es distinta en comparación con los demás seres vivientes. Es creado como todo ser viviente, pero de manera especial, y precisamente a imagen de Dios. Está hecho de tierra, de la tierra donde crece el alimento del hombre, pero en él vive un soplo del aliento divino. Por este motivo, está inserto en el complejo de la naturaleza, pero al mismo tiempo se encuentra en una relación inmediata con Dios y por lo tanto puede adoptar una posición ante la naturaleza. Puede ejercer su imperio sobre ésta, y -más aún- debe hacerlo, así como debe ser fecundo para hacer de la tierra la habitación de su descendencia.
La relación del hombre con el mundo se desarrolla luego en el segundo capítulo y precisamente desde el punto de vista que ya hemos señalado, es decir, que el hombre debe llegar a ser dueño no sólo de la naturaleza, sino también de sí mismo; debe tener fuerza no sólo para el trabajo, sino también para la propagación de su propia vida:
Se dijo luego Yahvé Dios: "No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada". Y Yahvé Dios formó del suelo todos los animales del campo y todas las aves del cielo y los llevó ante el hombre para ver cómo los llamaba, y para que cada ser viviente tuviese el nombre que el hombre le diera. El hombre puso nombres a todos los ganados, a las aves del cielo y a todos los animales del campo, mas para el hombre no encontró una ayuda adecuada (Gn 2, 18-20).
Así, el hombre reconoció ser esencialmente distinto al animal, y por lo tanto no tener carácter común su vida con la del mismo ni poder propagar por medio de éste su propia vida (...).
UN EJERCICIO ESENCIAL
Estos textos, que se repiten en todo el Antiguo y el Nuevo Testamento, dicen que al hombre se le ha dado poder tanto sobre la naturaleza como sobre su propia vida. Y también dicen que de este poder nace una autorización y un deber: ejercer un dominio.
En este don de poder, en la capacidad de usarlo y en el consiguiente imperio consiste la natural semejanza del hombre con Dios. Aquí se expresa la distinción esencial y la plenitud de valor de la existencia humana, y ésta es la respuesta de la Escritura a la interrogante sobre el origen de ese carácter ontológico del poder sobre el cual hemos hablado antes. El hombre no puede ser hombre y junto con eso ejercer un poder o no hacerlo; para él es esencial ejercer ese poder. A eso lo ha destinado el Autor de su existencia. Y hacemos bien en recordar que en el protagonista del progreso moderno, incluso en el protagonista de ese desarrollo de poder humano que trae consigo el progreso, y precisamente en el burgués, se produce una fatal
inclinación: ejercer el poder de manera cada vez más fundamental, científica y técnicamente perfecta, y al mismo tiempo no asumir abiertamente su defensa, procurando en cambio encubrirlo bajo los pretextos de la utilidad, del bienestar, del progreso, etc. Por lo tanto, el hombre ha ejercido una potencia sin desarrollar la ética correspondiente. Ha nacido así un uso de la fuerza que no está regido esencialmente por la ética y que encuentra su expresión más genuina en la sociedad anónima.
Sólo cuando se reconocen estos hechos, el fenómeno del poder adquiere todo su peso: su grandeza y su seriedad, esa seriedad que reside en la responsabilidad. Si el poder humano, con la potencia proveniente del mismo, tiene su raíz en la semejanza con Dios, éste no es un derecho autónomo del hombre, sino algo que se le ha prestado. Por gracia es señor, y debe ejercer su señoría haciéndose responsable de la misma ante Aquel que es Señor por esencia. El poder se vuelve entonces obediencia y servicio. (...)
ROMANO GUARDINI
El texto completo de este artículo puede leerse en revista HUMANITAS N° 79.